9 mar 2018

Cemento, el documental (2017)


CRÓNICA DESPUÉS DE VISIONAR "CEMENTO, EL DOCUMENTAL"
(Cine Gaumont, 01/02/2018)

A veces me dan ganas de hablar de la "contracultura".
Ciertas noches, como un loco, creo reconocerla. Incluso, en mi locura -y no sin cierta soberbia- intento explicarla. Es un concepto tan etéreo que parece imposible bajarlo hoy a tierra sin la existencia de un Cemento, que fue la materialización misma de todo eso hecho carne, sudor y movimiento, comunión y caos, todo contenido en una olla de presión que duró casi 20 años.
Yo me forjé en los noventas, con Mtv, el suplemento Sí, la Rock n Pop y, por supuesto, antros como Cemento. Mientras que con mi grupo de amigos íbamos a ver a La Renga o a Los Redondos, con mi hermano seguíamos de cerca cierta movida ligada al hardcore y al metal. Era normal ir a esos festivales solidarios que se hacían en Cemento y ver en una misma fecha bandas como Cabezones, Horcas, Catupecu Machu, Kapanga y Carajo.
En paralelo, el país vivía la nefasta e inolvidable fiesta menemista.
Anoche, viendo el documental de Cemento, vi tanto el homenaje a un espacio emblemático y símbolo de una época como una certera radiografía de los argentinos, de cómo forjamos nuestra identidad desde la herida, atravesando siempre cierto dolor. También anoche fui espejo de esa nostalgia infinita de los artistas que pasaron por allí, de su resignación. Cuando a Edu Schmidt de Arbol se le hace un nudo y se queda sin palabras, siento el nudo en mi garganta, sus lágrimas, en mis ojos. El recuerdo de Walas y Mollo y Daffunchio, y todos los demás, está teñido de esa resignación que viene acompañada del reclamo pero, además, de cierto aprendizaje. El final trágico de Omar Chaban y el estacionamiento que hoy ocupa el lugar de Cemento son hechos demasiado contundentes, se sienten como una batalla perdida. Pero si la historia es verdaderamente cíclica (¡debe serlo!) y la distancia que da el tiempo nos ayuda a entender(nos), entonces, no todo está perdido. Quizás la contracultura no se trate de ganar nada sino más bien de resistir (nada más y nada menos), la otra cara de la anestesia, de la frivolidad, de las modas, una fuerza primigenia y brutal que sobrevive en todos y cada uno de nosotros.
Ahora vivimos una época que será recordada en un futuro como una época oscura, estoy seguro de eso, de vaciamiento y de apatía generalizada. Sin embargo los refugios siguen existiendo. El cambio de consciencia es imparable. En definitiva, somos nosotros mismos los que garantizamos nuestra evolución como personas y como sociedad.
Cemento murió, es verdad. Pero acaso sus paredes míticas no sean otra cosa que eso: paredes, concreto desnudo y frío. Y las personas y artistas que hacían vibrar esas paredes siguen ahí, vibrando. 
Por eso a veces, como un loco, creo ver la llama que todavía no se extingue. Sobrevive con otra intensidad tal vez, pero estoy seguro de reconocerla, atomizada en casas y espacios de arte, en ciertos ciclos, ferias y festivales, en lugares como el Salón Pueyrredon o el teatro Mandril donde ese espíritu under es más que palpable. Y a mí me entran ganas de hablar de la “contracultura”. Después de todo, realmente no se necesita mucho más que cuatro paredes y una excusa para juntarse. Y a la gente despierta, furiosa, más viva que nunca.

Andrés Damonte